lunes, 27 de mayo de 2013

1000 palabras de un relato inconcluso

Corría la noche más fría del invierno. El vaho de nuestra respiración nos salía por la boca con cada cántico y con cada grito, avanzábamos por las calles con las banderas en alto, aun sabiendo que nos congelaríamos en nuestras butacas esperando el espectáculo.
Pero nada de eso importaba. El Nacional brillaba con luz propia. Lo recuerdo como una estrella bicolor que con su luz opacaba a sus semejantes en el cielo. Jamás vi algo tan iluminado y a la vez tan terrenal, era como tener un pedazo del cielo al alcance de la mano.
Nos  bajamos del micro que había llevado desde Valparaíso hasta Santiago y caminamos entonando cantos y agitando los lienzos. Sabíamos exactamente donde acababa nuestra procesión: en un mar blanco y rojo. Las bengalas y el humo indicaban el punto más caluroso en esa helada ciudad infinita.
Luego de colas, empujones y una espera de más o menos hora y media, comenzó el partido. El pitido inicial marcó un nuevo ritmo en el latir de mi corazón, me encogí sobre mi butaca y observé con ojos de plato como se movían los jugadores en lo que me pareció un campo infinitamente lejano. A ratos me paraba y gritaba para combatir el frío, el calor humano era el mejor remedio en esa helada noche de agosto.
Cada miembro de la hinchada era un farol encendido en ese mar de gente, un pedacito de esperanza que armaba todo demasiado grande para ser contenido en los muros de ese estadio. Los gritos y los saltos desbordarían toda estructura, toda calle, toda ciudad. Sentía la trascendía del sentimiento que me invadía burlarse del tiempo, romper los ciclos y paradojas por el simple hecho de que algo tan multitudinario representara a su vez una sola unidad.
Pero los sueños se rompen. En algún momento el cristal que los sostiene se hace añicos bajo la presión de tantos saltos y tantas expectativas.
El pitido final le devolvió el latir normal a mi corazón. El cambio de ritmo fue tan rápido como doloroso. Por un segundo sentí que el tiempo se resquebrajaba congelando para siempre ese momento. El sonido del silbato se extendió hasta la eternidad, y las voces se apagaron en un grabe sepulcro.
Noventa minutos de morderse las uñas, de temblar de frío y de emoción había llegado a su fin. Durante el entretiempo sacábamos cuentas que divagaban entre la ansiedad y el optimismo. 

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